Aunque el culto a las reliquias se remonta a los principios del cristianismo- a consecuencia de las persecuciones comenzaron a conservarse objetos relacionados con aquellos que habían muerto por su fe- fue en la Edad Media cuando esta devoción a los santos alcanzó su máxima expresión popular. Su presencia dignificaba los espacios religiosos, convirtiéndolos en verdaderos polos de atracción de personas. Se crearon, de forma espontánea, flujos de peregrinación a estos santos lugares. Tal gentío no solo condicionó la litúrgia, sino también la adecuación estructural de los templos, dando lugar así al grandioso estilo gótico.
El temor por la pérdida de estos “trofeos de la fe” incentivó acciones como la de San Urbico en el S. VIII. El santo francés ante la posibilidad de que los restos de Justo y Pastor cayesen en manos de los árabes, decidió, por su cuenta y riesgo, trasladarlas a Burdeos. En el periplo las reliquias acabaron depositadas en su gran mayoría en la catedral de Huesca. Sabemos que pequeños fragmentos fueron diseminados dentro y fuera de la península, pero en su gran mayoría los restos de los Santos Niños estuvieron durante 700 años en territorio aragonés. En este tiempo los alcalinos no se casaron de reclamarlas ante cualquier autoridad competente. Por fin las reliquias tornaron a la ciudad complutense gracias a la mediación del rey Felipe II y el papa Pío V. Según nos cuenta el cronista del rey, Ambrosio de Morales, la llegada de los restos venerables en 1568 trajo consigo una fastuosa comitiva que se recuerda como “la fiesta más grande de la Historia de Alcalá”. En 2018 se conmemoró el 450 aniversario de tan fausto acontecimiento y los alcalaínos volvieron a salir a las calles para rememorarlo.
Peripecias como las vividas por las reliquias de Justo y Pastor son las que han ayudado a crear un rico mapa devocional por todo el mundo.