La fama de santidad ya se le reconocía en vida por sus numerosas obras de caridad, pero fue en el periodo barroco cuando la figura de Fray Diego de Alcalá alcanza sus mayores cotas de veneración. Su riquísima iconografía y la enorme expansión de su culto se deben en buena parte a la devoción que por él tuvo la monarquía hispánica y la expansión del reino de Castilla en tierras de ultramar.
Residió en varios conventos franciscanos en ciudades como Córdoba, Lanzarote, Fuerteventura, Sanlúcar de Barrameda y Guadalajara. Fue un hombre bastante viajero para lo que se acostumbraba en la época. Sabemos que visitó además diversas ciudades de Francia e Italia, de camino a una canonización en Roma. Allí se convirtió en un héroe de la noche a la mañana, pues tuvo que improvisar un en un hospital de campaña durante más de tres meses, ya que en el tiempo de la canonización una epidemia asoló Roma y muchos de sus hermanos franciscanos cayeron enfermos. A su vuelta formó parte de la extensa comunidad franciscana de Santa María de Jesús de Alcalá de Henares , donde desempeñó las tareas de jardinero y portero hasta que falleció en 1463. Sus restos se encuentran desde entonces en la Catedral – Magistral de los Santos Niños Justo y Pastor.
A pesar de toda esa grandeza que rodea su figura, San Diego fue simplemente un hombre sencillo, trabajador y caritativo. Esta es la auténtica razón por la que es una figura venerada y próxima a los cristianos de todo el mundo.